Ferrari, con «F» de frustrado

Ferrari en la Campana

80 litros de Premium = $765.60

Ferrari en la Campana Me dijo uno de los despachadores, un viernes y a manera de chisme, que hace poco había pasado un carrazo rumbo a Manzanillo. Que lo iba manejando una muchachilla bonita, de no más de 25 años, pero que iba muy nerviosa. El despachador me dijo también, que ni siquiera se atrevió a ofrecer la revisión de agua, aire y aceite “no lo fuera a rayar”. Y sí, es típico que la manguera del aire o del agua raya un poco la pintura de los coches cuando se estira de más para tratar de llegar a la última llanta o al tanquecito del agua escondido. Me dijo que la muchacha pidió que llenaran el tanque “de la roja” para su coche rojo con un caballito negro sobre el fondo amarillo. El despachador asegura que le metió casi 80 litros de Premium al tanque del carrito ese. Carrito que porque estaba bien chaparrito, pero que traía un tanque igual o más grande que una Suburban porque seguramente no iba ya en la reserva, tal vez todavía le quedaba un cuarto o más en el tanque.

 

En fin, la verdad no le creí. Por estos rumbos no es casual ver esos coches. Bueno, de vez en cuando pasan por la autopista alguno que otro Porsche Boxter y muy de vez en cuando un 911 o un Cayman. Usualmente vienen con el tanque lleno desde Guadalajara y cuando regresan lo llenan en Manzanillo, así que es raro que paren en la Jazolinera. Alguien con un coche así sabe bien su destino y su ruta. Toman pocos riesgos y no hace paradas fuera de ruta, a menos que sea una emergencia.

 

Tres días después de ese comentario, el lunes, ya cansado de las horas de oficina, tomé la ruta larga a la casa. Un poco de carretera siempre le cae bien al motor y a la mente. La carretera más urbana de cualquier ciudad es un periférico. Así que ahí, aceleré por la rampa para incorporarme al carril derecho y al mismo tiempo para olvidar un poco los malos ratos de la oficina.

 

Cuando me fijo en el retrovisor, de repente me encandilaron unas luces muy brillantes. No eran las luces “altas”, sino luces de xenón. En lugar de intentar huir del halo blanco, mejor quité el pie del acelerador con la esperanza que rápido pasara el alumbramiento. Me equivoqué, pues este par de lámparas azulosas ni rebasaban ni se hacía a su carril derecho. Una verdadera molestia.

 

Con bandera blanca, decidí mejor salir de la vía rápida. Y justo antes de pisar el freno y anunciar mi salida con la direccional derecha pasó: El mismo carrito rojo. No ví el color, pero quien haya escuchado pasar un Ferrari a su lado, sabe que es un deportivo de esa marca por el simple sonido de su motor y su escape: la sinfonía callejera de un Fórmula 1.

 

Pocas veces se tiene la oportunidad de presenciar tal concierto a las 9 de la noche por una carretera de una zona económica “C”, con el mínimo del salario mínimo. Así que, naturalmente lo seguí con el afán de escuchar de nueva cuenta un susurro del cavallino rampante.

 

Con mucho temor me acerqué poco a poco para reducir la ventaja que sacó el Ferrari que ya estaba en el carril de baja, con miedo de espantarlo, como cuando uno quiere acariciar un perrito callejero y se va acercando poco a poco para no asustarlo, así lo alcancé. Hasta bajé las ventanas para escucharlo. Pero nada. Me acerqué un poco más para ver si se hería el ego del conductor al ser alcanzado por una pick up americana con la mitad de potencia que su Ferrari. Tampoco nada. El Ferrari seguía en el carril derecho. Me armé de valor. Mucho valor. Puse la direccional para iniciar un rebase y esperar masoquistamente, que el Ferrari hiciera morder el polvo a mi poderosa pero lenta pick up. Pero nada. Así que ya en el carril izquierdo, lo único que queda es rebasar. Aceleré. El Ferrari no. Lo alcancé, me emparejé y no pude rebasarlo.

 

Aquí habría sido genial que el Ferrari acelerara y soltara su sinfonía de 8 cilindros o que yo lo hubiera “humillado” con otros tronadores 8 cilindros de músculo americano. Incluso podría citar miles de finales alternativos. Pero nada. No pasó nada. Sólo alcancé a ver las dos manos finas en el volante negro apuntando exactamente 10 para las 2. La cabellera alaciada, rubia, corta, sólo se movía por las imperfecciones del pavimento mal trazado de este tramo de carretera y no por el viento de las altas velocidades. Nunca pude ver más allá, si iba sola o acompañada. Sólo vi que iba nerviosa, muy nerviosa.

 

Imagino tal vez que muchos otros fanáticos de autos de revistas se le habrán emparejado como cuando se arriman a pedir autógrafos a las estrellas, o tal vez tiene miedo de manejar a más de 100 km/h una inversión de más de 4 millones de pesos, miedo de dañarlo, o miedo a pagar una reparación producida por un daño suyo. Tal vez iba aprendiendo a manejar (sí como no, para aprender en un chevy). Lo más cruel que se me ocurre es que en el asiento del copiloto iba su papá, o su amante, o su novio, o su hermano, o su mamá con fobia a la velocidad, con precauciones exageradas o qué se yo, su amiga que le aconsejó irse de reven a la playa en lugar de la ciudad. Tal vez era su primera salida en carretera. Tal vez tomó prestado el coche para el fin de semana sin permiso. Tal vez sus manos tan tensas sólo estaban cansadas. Y seguí pensando. Y malpensé que tal vez tenía miedo de mí, que sospechosamente me acerqué a su auto por detrás, sospechosamente me emparejé, sospechosamente no rebasé y frustradamente lo dejé ir cuando me regresé en el primer retorno que encontré. El miedo no anda en burro, anda en Ferrari o en camioneta…

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